Sólo aquél que sabe cómo abrir los tesoros del mundo interior puede atreverse a renunciar a los de fuera.
Cuando cada detalle de la vida está planificado y regulado y cada fracción de tiempo determinada de antemano, se borra la traza del ser ilimitado e intemporal en donde prospera la libertad del alma. Esta libertad no consiste en "hacer lo que a uno se le antoje", ni en la arbitrariedad o el descarrío, ni en saciar la sed de aventuras, sino en la capacidad de aceptar con la mente abierta lo inesperado, las situaciones impensadas, ya sean propicias o adversas; es la capacidad de adaptarse a la variedad infinita de condiciones sin perder la confianza en las conexiones profundas entre el mundo interior y el exterior. Es la certeza espontánea de no estar atado al espacio ni al tiempo, la aptitud de experimentarlos plenamente sin aferrarse a ninguno de sus apectos, sin intentar poseerlos por medio de una fragmentación arbitraria.